Eva Perón supo despertar un fanatismo desenfrenado entre los humildes, que llegaba en ocasiones a la devoción más profunda. Quizá en la misma proporción, pero en sentido inverso, Evita fue el blanco de las peores reacciones de una buena parte de la sociedad argentina. Ella era intempestiva, pasional, luchadora, y los odios que generó fueron de igual intensidad. No sólo de las clases dominantes, de los vituperados “oligarcas”. También de amplios sectores medios e incluso de intelectuales de izquierda y progresistas. “Viva el cáncer”, llegó a leerse en algunos muros de la ciudad porteña.
Milcíades Peña habló del “bonapartismo en faldas” y creyó a esta “artista de radioteatro y cine poco cotizada y muy de segundo plano” un producto de “las necesidades, ansiedades y fantasías de la gente pobre”. Pero entonces, ¿por qué tanto odio? Nacida en Los Toldos, en el noroeste bonaerense, un 7 de mayo de 1919, Eva María Ibarguren, fue hija ilegítima del estanciero y conservador Juan Duarte y de la puestera Juana Ibarguren. Esa misma circunstancia le dio un primer motivo de lucha. Luego de la muerte de su padre, la familia se quedó sin sustento. Más tarde, se trasladaría a Junín, cuando Eva tenía ya 11 años, donde pronto descubriría su vocación de actriz. Con 15 años, finalmente, llegó a la capital, para triunfar en la actuación. Era 1935, plena década infame y ola creciente de migrantes internos hacia Buenos Aires. Eva logró intervenir, aunque de forma secundaria, en importantes obras teatrales, siendo destacada por la prensa en algunas oportunidades. Películas, radioteatros, hasta tapas de revista, le permitieron crecer rápidamente en la dirección soñada. Por fin, también consiguió tener un buen pasar, lo que no le impidió iniciar su militancia social, participando de la creación del primer sindicato de trabajadores de radio. Al poco tiempo, Eva conoció a Perón. Tenía 24 años y él, ya teniente general y hombre fundamental de la Revolución de 1943, casi 50. Vivían juntos cuando sucedió el 17 de octubre y de inmediato se casaron. Entonces sí, con Perón fortalecido en el poder estatal, Eva lo acompañó, logrando rápidamente un protagonismo. Los derechos políticos de las mujeres, la creación del partido peronista femenino, la fundación de ayuda social, los estrechos vínculos con los sindicatos y una intransigente defensa de Perón frente a “oligarcas”, “cipayos” y el “imperialismo”, marcaron los más de seis años que la tuvieron en la primera escena nacional. Evita falleció por un cáncer de cuello uterino, el 26 de julio de 1952. Con tan sólo 33 años, se había convertido en la mujer más influyente del país. Su cuerpo, llorado durante días por una multitud, también fue robado, ultrajado y ocultado, durante casi dos décadas. ¿Por qué esta joven mujer se había ganado el odio de un importante sector de la sociedad? Hace unos años, Eduardo Galeano ensayó una respuesta: “La odiaban los biencomidos: por pobre, por mujer, por insolente. Ella los desafiaba hablando y los ofendía viviendo. Nacida para sirvienta (…) Evita se había salido de su lugar”. En esta oportunidad, la recordamos con un fragmento del libro Evita. Jirones de su vida, de Felipe Pigna, donde el autor repasa los últimos momentos en la vida de Eva Perón. |
En el país, dividido entre peronistas y “contreras”, la idea de que el fin de Evita estaba cercano iba ganando terreno, aunque no se publicaran noticias inquietantes sobre su salud. Una expresión de esto era lo que Atilio Renzi, con disgusto, llamaba “una verdadera competencia entre altos funcionarios para congraciarse con la enferma”. Los artículos que publicaba el diario Democracia eran cada vez más laudatorios, al igual que los comentarios de la prensa peronista sobre La razón de mi vida. El 25 de junio, el gobierno bonaerense estableció que el libro fuese texto oficial de las escuelas, en la materia de Educación Cívica. El 17 de julio, una ley del Congreso lo convirtió en texto obligatorio en todos los establecimientos de enseñanza dependientes del Estado nacional. En esos meses, bustos de Evita comenzaron a adornar reparticiones públicas. Anticipándose a lo que ocurriría después con La Plata, la ciudad de Quilmes adoptó un nuevo nombre: Eva Perón. A mediados de junio, el diputado Héctor Cámpora presentó un proyecto de ley para condecorar a Evita con el collar de la Orden del Libertador General San Martín, que fue aprobado dos días después. Pero entre sus descamisados, en lugar de homenajes, había un fervor religioso que rogaba por su restablecimiento. Altares y capillas improvisadas se levantaban en todo el país para rezar por su salud. Atilio Renzi, testigo de primera mano de esos días, recordaba: Cuando la señora se empeoró, muchos viajaron al interior en busca de manosantas, brujas y hechiceros. Llegaba gente desde muy lejos para rezar en los jardines de la residencia. A la custodia le enviaban permanentemente para su archivo, amuletos, piedras milagrosas y estampitas con propiedades curativas… Era gente del pueblo. Algo de no creer. Se evitó siempre decir que Evita estaba muy mal, para no traer inquietud a la gente. Se trataba de evitar las aglomeraciones frente a las verjas de la residencia. Muchas personas tenían ataques de desesperación y de locura. Era algo impresionante. El día que fue el padre Benítez a darle la extremaunción, en plena lluvia, la gente se arrodillaba a rezar en la calle. Hasta las habitaciones llegaba el murmullo de las oraciones. Yo pensaba que muchos se iban a agarrar una pulmonía. El 20 de julio, la CGT se hizo eco de lo que venía ocurriendo y organizó una misa en el Obelisco. La concurrencia, estimada en un millón de personas, se congregó bajo una llovizna fría en torno a un gran altar levantado para la ocasión, donde ofició el sacerdote y diputado peronista Virgilio Filippo. El confesor de Eva, el padre Benítez, tenía una difícil misión en el transcurso de esa misa. A Perón, que “tenía la obsesión de que Evita iba a morir en ese momento”, se le ocurrió poner un teléfono directo hasta la cabina donde yo estaba, que era un enredijo de cables y chispas. Habíamos quedado en que si él me llamaba, era porque había muerto, para que yo preparase a la gente y dijese claramente: “Ha muerto Eva Perón”. Yo temblaba de tener que decir eso. De repente, suena el teléfono. Se me escapó: “Murió”. Era el General y me dice: “Ella ha querido oír la misa. Está muy bien. Pero el que está mal soy yo, estoy llorando de emoción. Quisiera morirme antes que ella”. Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares, mientras manos anónimas pintaban sobre una pared “Viva el cáncer”. Eran manos que venían de otros barrios donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga. Los últimos días de Evita El testimonio de Olga Viglioglia de Torres da cuenta de que, hasta último momento, Evita no daba el brazo a torcer: vi a Evita por última vez, cuando llamó a un grupo de mujeres porque quería que nos metiéramos en política, pero eso no era para mí. Eso fue el 12 de julio, ella murió el 26. Unos días antes me había recibido a solas. Estaba muy débil pero igual seguía trabajando. En eso llegó Perón, que no quería que ella se agitara. Se armaba un revuelo bárbaro en la residencia cuando llegaba el general. Entonces me dijo: “Metete en el baño y dejá la puerta entornada para que crea que no hay nadie…” Y el general subía apurado las escaleras y preguntaba: “¿Cómo está Eva… cómo está Eva…?” Y la besaba mucho, la abrazaba. Por eso cuando dicen que no la quería… Dos días después de eso recibió a un grupo de mujeres. Allí la vi ya muy mal. Nos habló a todas. Nos dijo: “Cuando yo ya no esté, traten de seguir con la política de Perón”, pero pocas la escuchaban: todas estábamos llorando. 5 Su salud seguía empeorando y para mejorar su atención, se preparó como si fuera una habitación de hospital el cuarto de vestir de Perón. Allí estaban la cama de Evita y la de su enfermera. Perón recordaba así aquellos días finales: Aquellos días de cama fueron el infierno para Evita. Estaba reducida sólo a piel, a través de la cual se percibía ya el blancor de los huesos. Sólo los ojos parecían vivos y elocuentes. Se posaban sobre todas las cosas, interrogaban a todos; a veces estaban serenos, a veces me parecían desesperados. Las fuerzas la habían abandonado. Cuando sintió cercano su fin, quiso escribirme una carta que yo conservo todavía entre las pocas cosas que representan mi mundo de ahora y mi fortuna de siempre. La dictó a una secretaria, después agregó algo ella misma con una caligrafía vaga y trémula. [...] A mediados de julio arreciaron sus dolores. Las crisis se sucedían de manera agobiadora. Eran tan intensos que a veces pedía morir. Unos días antes de su muerte, y mientras sufría una crisis dolorosa dijo: “Yo he besado a mis descamisados sabiendo que muchas veces eran enfermos, tuberculosos y leprosos. Siempre pensaba y decía que Dios no me mandaría tanto dolor porque yo todo lo hacía por los pobres… y ahora Dios me manda todo esto. Es demasiado. Pero si Dios lo manda, bien está”. El 16 de julio nos dijo: “Anoche hice un examen de conciencia y estoy tranquila con Dios. Yo no hice otra cosa que atender a los pobres, a los trabajadores, y quererlos y trabajar fanáticamente por Perón. ¿Qué mal puede haber en eso? Si alguna falta he cometido en mi vida, con estos dolores ya he pagado suficiente”. Perón no sabía cómo levantarle el ánimo. La noche del 21 al 22 de julio, se le ocurrió que llamaran al modisto de Evita, Paco Jamandreu, para que se presentara en la residencia. Jamandreu recordaba así los hechos: Volé a la cita. Por el camino me hice mil conjeturas. Llegué. Perón ahora no lucía aquella sonrisa que yo recordaba tanto. Fue breve: – Eva se muere. Tengo que apelar a tus sentimientos. Aunque no te hemos visto últimamente te recordamos con mucho cariño. Lo que te voy a pedir es muy importante para mí: quiero hacerle creer a Eva que preparamos un largo viaje y que vos le estás diseñando ya la ropa. Si vos me hicieras en seguida, para hoy mismo (eran las dos de la mañana) unos dibujos en colores, yo haría que abrieran sederías para que puedas elegir las telas. Aunque no será fácil el hacérselo creer. Pero trataremos de levantarle su ánimo. ¿Te das cuenta? Una mentira piadosa. [...] Le llevé los diseños yo mismo a la mañana siguiente. De la recámara escuché la voz apagada de Eva Perón: – ¡En qué poco tiempo ha hecho los diseños! ¡Qué bonitos! Debería ser modisto en París. Allí tendría mucho éxito. Tenés que explicarle que ahora estoy muy flaca. Tendrá que achicar las medidas. Que empiece con deshabillés. Después seguiremos con los otros. Perón salió a despedirme. Había lágrimas en sus ojos: – Ya ves. La hemos hecho feliz. Te llamaré. Prepará algunos vestidos. No creo que llegués a probárselos, pero hacé algo. Te estoy muy agradecido, pibe. Pero Eva no se dejaba engañar por esas mentiras piadosas, sabía lo que estaba ocurriendo. Así se lo hizo saber a uno de sus más antiguos conocidos, de los tiempos de Junín, Oscar Nicolini: Me marcho. Sin remedio. Lo sé. Aparento vivir en un sopor permanente para que supongan que ignoro el final. Es mi fin en este mundo y en mi patria. Pero no en el recuerdo de los míos. Ellos siempre me tendrán presente, por la simple razón de que siempre habrá injusticias y, entonces, regresarán a mi recuerdo todos los tristes desamparos de esta querida tierra. Has sido, Nico, hombre de una sola pieza y tu afecto y solidaridad entibiaron muchas veces mi alma dolorida. Por eso ahora, cuando voy a mostrarme ante Dios, te digo (en este instante no cabe sino la verdad desnuda): poseí dos vidas. Antes de Perón y con Perón. La primera no cuenta. La otra, en cambio, ha sido maravillosa. Me posibilitó el amor al pueblo y del pueblo. De esta vida seguiré conversando en el cielo. ¡Hasta la eternidad, Nico! Las veinte y veinticinco Existen distintas versiones sobre los momentos finales de Evita. Según su enfermera, la última vez que la oyó hablar fue “unos días antes de su fallecimiento, casi a las tres de la mañana”, cuando le pidió que la acompañara al baño y al volver le dijo —Ya queda poco. A lo que respondí: —Sí, señora, queda poco para ir a la cama. —No, María Eugenia. No, querida. A mí me queda poco. Volvimos despacito caminando y la acosté. La arropé bien, puse la ropa de cama debajo del colchón. Fui volando a buscar al médico y le expliqué lo que había pasado. Le tomó el pulso, la revisó y le hicimos un inyectable. Nunca más escuché la voz de Eva Perón. [...] Después de ese momento Evita entró en un sopor… para mí era la agonía y si en algún momento habló no la escuché. Su hermana Chicha dice que en un momento habló con ella, no lo recuerdo, puedo aceptar que a lo mejor fue así, quizá cuando fui al baño o me cambié el uniforme.Perón, en cambio, asegurará: Un día antes de morir me mandó llamar porque quería hablar a solas conmigo. Me senté sobre la cama y ella hizo un esfuerzo por incorporarse. Su respiración era apenas un susurro: “No tengo mucho por vivir –dijo balbuceante–. Te agradezco lo que has hecho por mí. Te pido una cosa más –las palabras quedaban muertas sobre sus labios blancos y delgados; su frente estaba brillante de transpiración; volvió a hablar en tono más bajo, su voz era ahora un susurro–: …no abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles”. Finalmente, hay quienes aseguran que las últimas palabras de Evita habrían sido pronunciadas en aquella fría mañana del sábado 26 de julio de 1952, cuando le dijo a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari: “Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar”. Después, entró en coma. Todas las fuentes coinciden, en cambio, en el instante de su deceso: las veinte y veinticinco, que por años sería recordado puntualmente en todas las radios del país como la “hora en que la Jefa Espiritual de la Nación pasó a la inmortalidad”. En torno de Eva, además de su enfermera, estaban el General, Apold, Nicolini, Juancito Duarte, el doctor Taquini, el doctor Mendé, el padre Benítez, Renzi y el maestro Finochietto que lloraba desconsoladamente. En el cuarto contiguo estaban la mamá y las hermanas. Fue un momento muy fuerte, pero muy fuerte… para mí muy fuerte… Quedó como angelada… bella… en paz. No tuvo estertor como lo tienen otros enfermos, fue como si se hubiera dormido, hasta que no hubo más pulso, ni más respiración. Se fue tranquila, en una paz absoluta. El maestro Finochietto le tomó el pulso para tener la seguridad absoluta, y en ese momento vi que los ojitos de Evita lagrimearon y pensé “serán sus últimas lágrimas, ¿hacia dónde irán?” Recordé que debajo de la almohada estaba su pañuelo. Lo saqué y sequé sus lágrimas pero no opté por ponerlo otra vez debajo de la almohada sino que lo guardé en mi bolsillo. Hoy he decidido dejarlo donde debe estar, en el Museo Evita. En su mesita de luz estaba la banderita de brillantes que le había obsequiado la CGT, un prendedor con forma de loro que le había regalado la mujer de Franco y una fotografía suya como protagonista de la película La Pródiga. Adoraba ese film y por eso tenía la fotografía en su mesa de luz. En el momento de su muerte vi la foto y la metí en el bolsillo de mi delantal. Me dije: “Yo me robo la foto”, así lo pensé y así lo hice. En ese momento pensé en tomar la banderita y dársela al General pero finalmente no lo hice, quizás así se hubiera salvado del saqueo. [...] Después de guardar sus lágrimas en un pañuelo y su foto, vi que el General lloraba como un niño y llegó a decirme: —Qué solo me quedo, María Eugenia. ¡Qué razón tenía ese hombre! A partir de ese momento su más fiel compañera ya no iba a estar más, la mujer que más lo amaba y respetaba en el mundo ya no estaba. Y este hombre lloraba, es tremendo ver llorar a un hombre, nunca había visto llorar a alguien así. Ese hombre de la República ¡cómo lloraba sentado en la silla de su dormitorio! A las 21.36, una voz destinada a pasar a la historia, la del locutor oficial Jorge Furnot, le confirmaba al mundo la noticia a través de la Cadena Nacional: Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación. Fuente: Elhistoriador.com |